No necesito
meterme de lleno en el REM,
ni alterar mi conciencia
con ninguna otra droga
para saber
que el paso de cebra
que más me gusta
es aquel
por el que transita menos gente,
así noto
las calles como mías
y puedo concentrarme
en la extraña arritmia
que supone
pisar las hojas
caídas de los árboles,
es así como noté
que había llegado el otoño,
o quizá
aún sea mayo,
hace tiempo
que la percepción
se despegó de mí,
han podido pasar
decenas de estaciones,
sin haberme percatado de ello.

Vengo arrastrado
por un diluvio
constante en mi cabeza,
a veces me quedo impávido
mirando cómo me ahoga,
mientras deseo
desmembrarme
en cada átomo que me compone
y así liberar esta presión.

Al final florezco
tan afilado
como las puntas
de un cristal roto
mientras me rindo
a la sequedad de esta existencia
despojada de vitalidad,
y me siento mecer
como si no pesara nada,
sucumbido a esa marea negra
que me obliga a nadar a contracorriente
para agarrarme
a ese puñado de ilusiones vacías
que dicen que me quedan,
y así, gota a gota,
me derramo incrustado en el asfalto.