He salido de mí,
no soportaba seguir dentro,
me malacostumbré
a conocerme todas las rachas de viento
y cobijarme en los ángulos muertos
para protegerme
de ese invierno gélido que tiene la soledad
cuando aparece sin llamar.

Y como la espera
de una agonía que no acababa,
de pronto,
me veo honrando los fotogramas
que creí grabados a fuego,
hoy desvaneciéndose.
Es la forma que tiene la vida
de decirme
que se han quedado viudos
todos los lunares de mi cuerpo.
Y los versos,
que siempre estuvieron ahí,
me sujetan,
me impiden caer,
y hasta consiguen
que me cuestione si realmente quiero caer.

Es este verso, esta palabra hueca,
un puñado de silabas
que contienen
el código con el que de vez en cuando
descifro con palabras
los quebraderos que florecen en mi cabeza,
una enredadera de zozobras
se posa en mi mente,
alimentando mi insomnio
mientras crece,
al compás de la vida,
que sin contar conmigo,
le da por seguir su curso.

La ingenuidad no habita solo en pretender
que el mundo se pare contigo
sino también
junto al pensamiento utópico
de querer bajarte en marcha
y volver a subir
como si nada hubiera pasado.
Sin nadar
he naufragado
en la sal de mis lágrimas
y me han sabido igual de sosas
que cuando creí que las expulsaba.

Yo,
que aprendí a ponerle nombre
a cada estertor desacompasado
que salía de este valvulopático tres por cuatro
hoy,
no sé cómo llamar
a los últimos versos
que te he escrito.